Pensamientos en crudo(9/3/22)
Paladar e identidad. La historia de ambas está atada por los gustos y disgustos, la afinidad y el rechazo. Lo que comemos y lo que no comemos son parte de quién somos. O al menos de quién entendemos que somos (son procesos distintos). Bien se dice con frecuencia que somos lo que comemos.
Pienso esto mientras mastico un champiñón crudo que no invité a tiempo a la fiesta de guisado en la sartén (qué pesar que unir “fiesta” y “guisado” en una misma oración no es lo mismo después de haber visto La Fiesta de las Salchichas). No siempre me han gustado los hongos comestibles (los alucinógenos caen en otra categoría) ni los mismos champiñones, que son el hongo introductor por excelencia. Aunque quizá menos que el Huitlacoche. Habría que reconocerle a los puestos de quesadillas una labor social — gastronómica más importante de la que se les da. Chance haber probado el champiñón en una quesadilla de maíz azul alguna vez en la vida sea el antecedente que permita acercarnos a otras especies, como la Shiitake, el Porcini, la Trufa , el Matsutake, el Enoki o la Gírgola (muchas de las cuales me falta entender).
Pero descubro que la textura de este champiñón crudo me parece extraña. No puedo decir que me gusta o que no me gusta. Esto es lo que me llama la atención. La indefinición del paladar, la no definición del gusto, se parece más al rechazo que a la afinidad. La falta de referentes en la experiencia gastronómica y social propician esta indefinición del gusto. Pero como todo acertijo que se nos presenta a los sentidos, necesita una interpretación, necesita una postura y definición. Todavía más en esta época donde es difícil dejar a los gustos ser sin integrarlos a lo que exhibimos socialmente sobre nuestra identidad (¿no es cansado tener que decidir qué variedad de cierto producto consumir bajo criterios de cómo es leída socialmente nuestra identidad?). Mi hipótesis, o lo que me intuición me dice, es que a nivel social estamos más cargados a interpretar esta indefinición como disgusto.
Piénsese en cómo hoy somos parte de una experiencia gastronómica mucho más estandarizada y globalizada que antes, pero que la historia de las distintas cocinas del mundo, siendo exportadas e importadas por primera vez en el tiempo, ilustra este punto (léase, por ejemplo, cuando los mexicanos conocimos la pizza). Creo que sirve para pensar en cómo la urgencia de ordenarle al paladar definirse (sí me gusta, no me gusta) no está desligada de nuestra identidad social. ¿Podría ser este un pequeño modelo sobre las preferencia en general, ya no únicamente gastronómicas, si no también culturales? Chance debamos desconfiar más de lo que no nos gusta como preferencia predeterminada.